Esa ventana deja ver el río, aprendí a ver el río.
Es sereno, casi siempre. Envolvente, pródigo, a veces solitario y triste.
¡Según como sea tu cita con él!
Cuantos
pensamientos se vierten por infinitos ojos que lo miran, cavilan sobre
lo que fue o quizás lo que vendrá. Cuántas voces traduce el río y sus
costas y sus árboles que se inclinan reverentes ante él.
Esas voces con ecos, con gritos y sus silencios. Eso, el río es silencio pero a la vez grito.
Me parece que ahí está, para esperar voces. Para escuchar y ser escuchado.
Una vez vi un río, un río manso. Fue manso por mucho tiempo. Natural. Callado por momentos y tempestuoso por otros.
Respetado
por las personas ni hablar de otros seres vivos. En ese respeto
recibido se brindó por completo: compañía, saciedad de hambre y sed,
luces y sombras, calidez, amistad.
A su paso encontró sed… sí, sed de riqueza, de ambición, de intolerancia y egoísmo.
No entendió y se enfermó.
Y se encontró desamparado. Y se encontró con un pueblo.
Comenzó
entonces a recuperar la fe en el hombre. En ese que valora lo propio,
el equilibrio, la calidad de vida y el bienestar. Su desamparo parecía
tener otra cara. La cara del que lucha por lo social, sin susto por el
que dirán o las represalias, sin miedo por los que deberían hacer y no
hacen pero seguramente critican, con el valor propio de la gente de
tierra adentro, conocedores de todo lo importante que nos brinda la
naturaleza y que además son humildes de corazón para enseñarles a
aquellos que se han endurecido en la búsqueda de lo material que los
reconforta, sin medir lo que llega a corto o largo plazo y que afecta a
todos. ¡A todos! Sin distinción. A todos los habitantes de ese río. De
una orilla y de la otra. De ese río que aprendí a ver por una ventana
algunas mañanas de mi vida cuando me encuentro allí . Ese río que me
acuna, me escucha y entiende como a uno más de los hermanos de su
tierra.
Una vez vi un río, un río manso y un pueblo honrado.
Andrea Banegas.-Bibliotecaria
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