Les tocó en suerte una época extraña.
El planeta había
sido parcelado en distintos países, cada uno provisto de lealtades, de
queridas memorias, de un pasado sin duda heroico, de derechos, de
agravios, de una mitología peculiar, de próceres de bronce, de
aniversarios, de demagogos y de símbolos.
Esa
división, cara a los cartógrafos, auspiciaba las guerras. López había
nacido en la ciudad junto al río inmóvil; Ward en la ciudad por la que
caminó Father Brown. Había estudiado castellano para leer El Quijote.
El
otro profesaba el amor de Conrad, que le había sido revelado en un aula
de la calle Viamonte. Hubieran sido amigos, pero se vieron una sola vez
cara a cara, en unas islas demasiado famosas, y cada uno de los dos fue
Caín, y cada uno, Abel.
Los enterraron juntos. La nieve y la corrupción los conocen.
El hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos entender.
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